Tic-Tac…
Ese es el sonido “odioso” que marca cualquier instante y que impide que sea eterno, dilatado y perpetuo. Sólo en mi mundo onírico hay silencio y por tanto es ahí donde se eterniza el instante y pasa a ser recuerdo para siempre.

Odio el reloj.
Mis manías hacia los relojes empiezan a los ocho años, al esposarme con un modelo primera comunión de niña de cole de monjas. Ahí empieza mi aversión por los relojes y un terrible defecto, la puntualidad (sí, soy puntual, aunque alguien muy querido diga, “yo soy más”, pues, menuda suerte!)
Hasta ese momento, el tiempo no había tenido una medida real. Un ratito para jugar, la hora del patio, la hora de la merienda, la del paseo, la del cole…te venía impuesto y cumplías como “niña buena” sin preocuparte demasiado. Pero a partir de ahí…Igula! Me decían, cuando la manecilla grande llega a tal número y la pequeña a tal otro…Fue en ese preciso momento dónde se decidió una parte de mi vida, porque las manecillas entonces doradas, después negras, plateadas o de diferentes colores y formas según la edad y tendencias, han ido empujando mi vida.

Odio el reloj.
Son las manecillas las que me imponen llegar antes que ellas mismas, eso se ha hecho norma y desde entonces Igula vive pendiente de algo tan frágil y punzante. Qué mal!

Odio el reloj.
No me gustan los relojes y los pierdo y rompo (queriendo?) Aparecen en cualquier lugar inesperado, el último en una caja de zapatos (no sé cómo llegó allí, pero llevaba un año perdido) Otro, reliquia familiar, lo perdí mientras bailaba el “Ave María” (no de Schubert, precisamente) en una boda. El mecanismo ancestral saltó por los aires y fue pisoteado por los demás invitados danzarines. Bien! Uno menos! Un reloj menos, quiero decir, no un invitado, claro!
Ya sé, diréis, pues no lleves reloj…pero entonces soy una tortura para el que tenga cerca y le bombardeo a cada momento con un, qué hora es?

De todas formas lo de los relojes es algo genético. A mi me los regalan constantemente porque soy un auténtico tostón ( por decirlo de una manera... sin palabras malsonantes) si no llevo uno encima. A mi hermano, el impuntual por excelencia, lo primero que hacen sus novias es regalarle uno. Así sabemos en cada momento, por el reloj que lleva en qué estado se encuentra su relación. Últimamente cambia poco. Menos mal, creo.

Odio el reloj.
Demostrado! Seguro que hay un sensor en cada reloj y según nuestro estado, las manecillas indecentes corren más o menos. Qué estás genial y fantásticamente bien, pues las insolentes corren más de prisa. Qué es al revés, se retrasan como unas desalmadas impuntuales.

Un “peque” me dijo un día, quiero un reloj. Los niños imitan a los mayores en exceso y así quiso esposarse a tan temprana edad a semejante objeto. Horror pensé! Pobre! Tan joven! En fin, para no llevarle la contraria al pequeño bombón (los papis de hoy consentimos en exceso, ya lo sé) le compré un reloj. Pero tan, tan monstruoso que se le han quitado las ganas de llevarlo. Era un ojo enorme de dinosaurio, verde y rugoso. Al tocar un mecanismo oculto el párpado se abría de golpe apareciendo un iris que al momento te mostraba la hora. Algo de espanto que ha funcionado. Qué loco llevaría un ojo colgando de la muñeca? En fin, a lo mejor he creado un impuntual, pero…

Odio el reloj.
Aunque sean esos de arena tan románticos y aunque la arena sea de mi querido Assuan. Aunque pudiera voltear al mismo para detener el instante o echarle más arena para prolongar ese momento. No me gustan porque seguro que me faltaría arena y se cansaría de tanto volteo.

Tic-Tac…
Siempre sonando.
Ahora mi reloj es de cristal, pero es lo mismo…marca un tiempo cristalino, pero igual…

Un día leí ”…y cuando llegue el tiempo justo mi reloj se quedará sin manecillas”. Ay, casi! Casi se queda mi reloj sin manecillas un viernes lluvioso, mientras subía en un taxi y me despedía de mi Amor bajo la lluvia. Si, aún hay quien se despide con un beso desde un taxi mientras llueve en Barcelona, en ese instante mi reloj pudo quedarse sin manecillas, pero las del inoportuno taxista se pusieron en alerta y…así, sin más, volví a la realidad.