dilluns, 19. d’abril 2004
Tal com ho deia Sándor Márai



En la vida no suelen ocurrir «cosas importantes». Al volver la vista atrás, al buscar el instante en que ocurrió algo decisivo, algo definitivo e irremediable --la «experiencia» o el «accidente» que decidió nuestra vida posterior--, tan sólo encontramos algunas huellas sin importancia, a veces ni siquiera eso. En realidad no existe más «experiencia» que la familia, como tampoco existe más «tragedia» que el momento en que te ves obligado a decidir si permaneces en el seno de la familia y en sus variantes a escala más amplia, como la «clase social», la ideología, la raza, o bien te marchas por tu propio camino, a sabiendas de que te quedas solo para siempre, de que eres libre, estás a merced de todo el mundo y solo puedes contar contigo mismo... Yo tenía catorce años cuando me escapé de casa, y después ya sólo regresé de visita, en los días de fiesta, durante breves temporadas; como el tiempo es un analgésico muy fuerte, a veces parecía que la herida había cicatrizado. Sin embargo, volvió a abrirse mucho después, quince, veinte años después, por sorpresa y «sin razón alguna», causando un dolor casi insoportable que se apaciguó poco a poco sin llegar a ser mencionado. Me gustaría decir la verdad. Estoy intentando acostumbrarme a la verdad como un enfermo muy grave se acostumbra a la peligrosa y amarga medicina que puede matarlo o curarlo; al fin y al cabo, no tengo nada que perder. La verdad es que no puedo culpar a nadie ni por mi carácter ni por el curso de mi destino.

Experiencias dolorosas aceleraron mi proceso de rebeldía, que empezó cuando tenía catorce años y que no ha terminado aún, pues siempre está presente y aparece a menudo, y sé que será así mientras viva. No pertenezco a nadie. No existe ninguna persona, ni hombre ni mujer, ni familiar ni amigo, cuya compañía yo pueda aguantar durante mucho tiempo, no hay comunidad humana, gremio, clase social donde sea capaz de acomodarme; soy un burgués tanto por mis ideas como por mi manera de vivir y mi actitud interior, pero no me siento bien en compañía de burgueses: vivo en una especie de anarquía que considero inmoral y me cuesta mucho soportarlo.

La herida es vieja, quizá sea incluso heredada, quizá existiese antes de que yo naciera... A veces he llegado a pensar que vivo dominado por la falta de raíces de una clase social en vías de extinción.

Cuando uno vive en la penumbra, por más que la bruma se disipe la luz ya no resuelve nada. ¿Por qué se va alguien así, un día, sin ninguna «razón» aparente, del seno de la familia que le da seguridad, de esa madriguera cálida y cómoda de aire viciado y dulces aromas secretos, de ese sitio al que pertenece desde que nació, de ese sitio que lo oculta y lo protege mientras permanece en su seno, de la familia más estrecha y de la familia más amplia, la clase social? Sólo hay que procurar seguir allí, porque si uno se mantiene dentro de ese círculo mágico, unas grandes manos lo sujetarán en el momento en que llega al mundo, le darán de comer, lo vestirán, se encargarán de cuidarlo y protegerlo hasta que muera... ¿Por qué algunas personas escapan de esa seguridad, de ese idilio organizado cuya luz y cuyo calor agradables iluminan sus vidas? Yo me fui de la casa de mis tíos un día para no volver a entrar jamás en ningún hogar. A veces he llegado a pensar que ese estado es el precio que tengo que pagar por mi carácter o por poder hacer mi «trabajo»... Nada es gratis, ni siquiera el sufrimiento, esa condición necesaria para el trabajo creativo. Ni siquiera la infelicidad es gratis. A los escritores, el trabajo --con independencia de la calidad de las obras-- nos obliga a mantener ardiendo nuestro corazón, nuestros nervios y nuestra mente. No hay lugar para el regateo ni para preguntarse si «vale la pena»; no se puede regatear con las obsesiones propias, que los demás llaman «vocación» y revisten con símbolos altisonantes; yo creo que se trata, simple y llanamente, de obsesiones... Una persona «feliz» nunca desarrollará un trabajo creativo, una persona feliz es simplemente eso: una persona feliz. A mí la «felicidad» nunca me ha atraído como meta alcanzable paso a paso, más bien la despreciaba con una actitud obviamente enfermiza. La verdad es que resulta muy difícil comprender con la «razón» lo que empuja a una persona a abandonar el «lado soleado», la familia, la comunidad más amplia relacionada con la familia; yo ya tenía trazado mi camino, sólo debía integrarme en lo que me estaba «reservado» en la comunidad a la que pertenecía, según mi clase y mis orígenes... Quizá hubiera podido encontrar un escritorio, hasta un sillón cómodo, en aquel lado de la vida donde me esperaban la felicidad y la solidaridad de los míos, todo un conjunto de intereses y de recuerdos. Sin embargo, un día me puse en camino por la carretera de Aszód y ese camino no me llevó a ningún sitio. A veces he llegado a pensar que sí, que conducía a algún sitio, a mí mismo por unos instantes, y a unas minorías con quienes me identificaba y cuyo destino veía como mío. ¿Por qué se levantan de repente unos grupos, unas clases, sociedades enteras, por qué abandonan el idilio pacífico y ordenado de los tiempos de paz y se lanzan sin pensar en los brazos de la perdición? ¿Por qué no encuentra el hombre su lugar en la tierra? Cuando caminaba por la carretera de Aszód tras abandonar a mi familia --cualquier familia, la estrictamente mía y la de mi clase social-- no me planteaba esa pregunta con tanta claridad, pero la llevaba aprisionada en mi interior, sin el pathos sospechoso de las palabras. Hace veinte años de eso. Muchas veces hablo de otra cosa, pero nunca dejo de oír esa pregunta.

Un escritor me dijo en una ocasión que esa falta de satisfacción, esa intranquilidad son propias del hombre occidental. Una mujer me enseñó que es una «enfermedad característica de los escritores» la que impide que el artista obtenga satisfacción por otra vía que no sea la de su trabajo creativo. A lo mejor soy escritor. De todas formas, sigo albergando ese afán de huir, de escapar, que surge de pronto y hace que se resquebrajen los marcos estables de mi vida, que me empuja a situaciones escandalosas y a profundos estados de crisis. Por ese motivo escaparía más adelante de la profesión que me estaba designada, escaparía por un tiempo de mi matrimonio, me enredaría en diversas «aventuras» y, al mismo tiempo, intentaría escapar de ellas, huiría de mis relaciones sentimentales y de mis amistades, y huiría, durante mi juventud, de una ciudad a otra, de un país a otro, de un clima a otro hasta que el perpetuo sentimiento de carecer de hogar y patria me resultó natural, mi sistema nervioso se acostumbró al peligro y empezó, por fin, a trabajar en una «disciplina» artificial... Hoy sigo viviendo de la misma forma, entre trenes, escapadas y huidas, sin saber qué tipo de peligrosas aventuras interiores me esperan. Ya me he habituado a ese estado que nació aquel día de verano.

"Confesiones de un burgués", Sándor Márai, Ed. Salamandra

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