La recerca constant
Dhammayazika
09:12h
Pensamientos para el Hombre Nuevo Desde hace un tiempo tengo estas líneas guardadas en un rinconcito de mi computadora, pues he sentido la necesidad de escribir, no solamente en pie de denuncia, sino también sobre temas livianos, de asuntos que trasciendan la política, los conflictos, y exalten la calidad de nuestras vidas. Y es que he llegado a convencerme, a fuerza de experimentarlos o bien de no tenerlos, que los vínculos de verdadera intimidad con que entrelazamos nuestras vidas a las de otras personas son una de las mayores fuentes de gratificación y satisfacción individuales y espirituales necesarias para la plenitud existencial. No sé a ustedes, pero a mí me llega eso de la intimidad. Pero hacer llegar el mensaje que deseo transmitir, exige definir la intimidad como la he aceptado en mi vida y como hoy se le conoce en otras sociedades. En la nuestra, intimidad evoca situaciones que involucran sexo. No así en otras culturas, donde en dicho término puede incluirse el compartir de la sexualidad pero no atribuírsele exclusividad de la expresión de ella. La verdadera intimidad no exige un encuentro puramente sexual. Entraña, eso sí, un mirarse a los ojos y hablarse suave y significativamente con ellos. Es percibir, sin necesidad de contacto físico, pero sin excluirlo, un fuerte abrazo, una sonrisa apenas esbozada, pero plena, que nos permite saber que estamos en presencia de un amigo entrañable, de una amiga-hermana como no hay dos en el mundo. Es una comunicación profunda, auténtica, que legítimamente refleja la verdad de nuestro ser. Porque la intimidad, la verdadera intimidad, es mucho, mucho más que el placer de la piel, y por lo general ni siquiera eso. Lo puede incluir, pero no lo exige como un derecho contenido en la palabra, sino que lo permite, lo estimula, cuando dos almas se hablan a fondo en absoluto silencio, cuando las palabras encuentran su blanco en un corazón que las acoge humildemente, sin que la fortaleza de la personalidad frente a nuestros ojos amenace sus latidos, y sin dejar de pulsar en la entrega. Tantas veces nos alejamos del espíritu, de ése que habla sin voces. Afanosamente buscamos el placer, enamorarnos, vibrar de pasión. Y olvidamos lo otro, lo tierno, lo suave, la caricia que, al igual que el viento, roza íntimamente nuestra piel, el abrazo de una tierra que nos aferra a ella, a pesar de nuestra férrea intención de destruirla, el invisible cordón vital que nos une al otro, a la otra. Perdemos la vida en esa búsqueda trivial del amor como lo hemos aprendido –con ausencias, tantas veces con maltratos e indiferencia, con la arrogancia de quien se sabe amado y hace del amor su cuna de laureles, para ahí dormir sin dar a quien le da. La intimidad es dar porque hay tanto que dar, y recibir la verdad del otro, de la otra, como un hecho, y punto, sin sentir amenaza por su fuerza ni bochorno por sus debilidades. Dar y recibir sin pelea, con entrega, sin luchas de poder que midan mi fuerza y la suya, que determinen cuán fuerte es mi escudo y decidan quién portará en la mano la espada de la victoria. Dejar el alma al desnudo frente al otro, la otra; permitir que fluyan tanto nuestros mejores aspectos como las caras feas de nuestro ser, y así crear, a base de encuentros vitales, la confianza necesaria que nos asegure, en los huesos y en el alma, la continuidad de la presencia de esa otra persona –eso es intimidad. Estar ahí, presentes, a pesar de las caras feas y exaltando el crecimiento de nuestros mejores puntos, y dar así a la otra persona la seguridad de nuestro compromiso a la amistad, a la relación, al bienestar común –eso es intimidad. Me llega eso de la intimidad, eso de confiar visceralmente en alguien para permitirle acurrucar mi alma con cánticos universales; enraizar mi cabello en sus pestañas, en su pecho, para cerciorarme de que sus ojos me ven y su corazón reconoce mi presencia. Me llega eso de una sutil mirada que bendiga mi día, que me llueva encima como las primeras gotas del invierno y pinte en mi alma secretos vivos con los suaves tonos de la naciente primavera. |
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