ÉPOCA DE RETIRADAS Y DERROTAS
quadernet
19:56h
Hacia la página 500, de las 1000 que tiene el grueso volumen de memorias de Albert Speer, se comienza a vislumbrar el patético declive del hasta entonces eufórico Hitler. Las largas veladas en su casa, antaño bajo el signo de su poder fascinador, ahora parecen funerales… Me huelo que este hombre terminará mal. “A medida que transcurrían los meses, Hitler se iba tornando más y más silencioso. También puede ser que en mi presencia se sintiera relajado e hiciera menos esfuerzos por mantener una conversación que con otros invitados menos íntimos. De todos modos, desde otoño de 1943 comer con él se convirtió en un martirio. Tomábamos la sopa en silencio y, durante la pausa que se producía hasta la llegada del nuevo plato, hacíamos quizá algún comentario sobre el tiempo, que Hitler aprovechaba para lanzar algunas frases despectivas sobre la incapacidad del Servicio Meteorológico, y la conversación recaía finalmente en la calidad de la comida. Estaba muy satisfecho con su cocinera, especialista en dietética, y alababa sus platos vegetarianos. Cuando alguno le parecía particularmente bueno, me invitaba a probarlo. Siempre tuvo miedo de engordar. -¡No puede ser! Imagínese que me paseara por ahí con un barrigón. Eso me destrozaría políticamente!- Muchas veces hacía que su criado pusiera fin a la tentación diciéndole: -Haga el favor de llevarse esto, me está gustando demasiado. Seguía burlándose de los que comían carne, aunque nunca trató de influir en mis gustos. Tampoco tenía nada en contra de que me tomara una Steinhäger después de una comida muy grasa, aunque solía decir, con expresión afligida, que con lo que él comía no le hacía falta ningún digestivo. Cuando había caldo de carne, podía estar seguro de que Hitler no tardaría en referirse a la «infusión de cadáveres». Si nos servían cangrejos, repetía la historia de una abuela que había sido arrojada por sus deudos al arroyo para atraerlos, y, si se trataba de anguilas, afirmaba que la mejor forma de cebarlas y capturarlas era empleando gatos muertos. En los tiempos de la Cancillería del Reich, Hitler no se avergonzaba de repetir estas historias una y otra vez; ahora, en época de retiradas y derrotas, indicaban que se sentía de buen humor, lo que era poco frecuente, pues por lo general reinaba en la mesa un silencio de muerte. Yo tenia la impresión de estar frente a un hombre que se iba extinguiendo poco a poco. Durante las reuniones, que solían durar horas, o en las comidas, Hitler ordenaba a su perro que se tendiera en un rincón que tenía asignado y el animal se tumbaba allí con un gruñido de disgusto. Cuando sentía que no lo observaban, se iba aproximando lentamente al lugar en que se encontraba su amo y, tras complejas maniobras, terminaba con el hocico sobre su rodilla, y entonces Hitler lo desterraba de nuevo a su rincón con una orden seca. Como cualquier otro invitado de Hitler medianamente listo, evité despertar la confianza del perro. Eso no siempre resultaba fácil, por ejemplo si el animal me ponía la cabeza en la rodilla durante las comidas y se dedicaba a contemplar fijamente la carne que tenia en el plato, que parecía interesarle más que los alimentos vegetarianos de su amo. Cuando Hitler percibía esos intentos de aproximación, llamaba al perro con voz enojada. En el fondo, este era el único ser viviente del cuartel general que sabia animarlo tal como Schmundt y yo habríamos deseado poder hacer. La única pega es que el perro no hablaba. Hitler fue perdiendo el contacto con sus semejantes paulatinamente, de una forma casi imperceptible. Una observación que repetía con frecuencia desde otoño de 1943 hacía patente su infeliz aislamiento: Su tono era tan misantrópico y directo que yo no podía recordarle mi lealtad ni mostrarme herido. Visto desde fuera, esta parece haber sido la única predicción en la que acertó de pleno, aunque no se debiera a sus propios méritos, sino más bien a la valentía de su amante y a la dependencia de su perro. Más tarde, durante mis largos años de prisión, comprendí lo que significa vivir sometido a una gran presión psíquica. Entonces me di cuenta de que la vida de Hitler era muy semejante a la de un preso. En su búnker, que entonces aún no era el enorme mausoleo en que se convertiría en julio de 1944, paredes y techos eran gruesos como los de una prisión, puertas y contraventanas de hierro cerraban las pocas aberturas, y los escasos paseos que daba por la zona cercada con alambre de espino no le hacían llegar más aire que a un presidiario que hiciera la ronda en el patio de una cárcel” ... Link |
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